Fantasía prehispánica


El pequeño guerrero creció entre las altas hierbas, correteando los arroyuelos cantarinos que resbalaban de la montaña impregnada del olor dulce de frutas exquisitas, fragancias deliciosas de frutas y bambúes, de tierra húmeda, de hojarasca y de flores aromáticas. Cada palmo del valle le era conocido, casa sendero entre los árboles, cada araguaney derramando pétalos de oro. Creció junto a los ciervos, tomándolos de la cornamenta para besarles los ojos, desgajó en risas los rincones de aquel patio y los pajarillos multicolores hicieron eco de su canto, e imitando sus gritos de júbilo las chicharras aturdían la hora más serena de la tarde.

Así había llenado de sonrisas secretos dolorosos, había enterrado en la noche aquel desasosiego demasiado adulto y cuando la noche se desplegaba por encima de la tarde cubriendo las últimas nubes purpurinas, se quedaba mirando el último rayo del hermoso astro que alejaba el hechizo de las sombras. La noche le sonreía con su magia, aterradoramente cordial, con su pálida tez del color de la luna, y sus ojos brillantes como estrellas lejanas, y aquel largo cabello que le cubría el cuerpo desnudo. Cabello negruzco, profundamente azul que ella dejaba resbalar hasta el cuerpo del guerrero, y él se abandonaba a aquel contacto erizante, envuelto en la madeja de la noche lleno de temor y de inefable placer, con el corazón cantando al tono de los sapos noctámbulos y los dientes rechinando como grillitos insomnes.

¡Misteriosos y hermosos sonidos de las sombras!

El alba desvanecía los ojos de la noche, desarraigaba su perfil y hacía invisible aquel cabello formidable que todo lo cubría; entonces el pequeño guerrero sonreía y se iba correteando tras los últimos vestigios de sus bucles oscuros, lanzando besos al último fulgor de sus ojos espléndidos, agradecido de aquella mano que se despedía hasta el próximo crepúsculo, y que cada vez le enseñaba el dolor de crecer, la hermosa aventura de ser hombre libre.

Ella le había enseñado sus sueños y pesadillas, de temores y delicias inexplicables… Y después de perseguir a los conejos de la montaña, después de halar las colas de las ardillas, de besarle los ojos a los ciervos huidizos que saltaban de alivio cuando el pequeño guerrero los liberaba, después de hacer coronas con las orquídeas del arroyo, se sentaba en la roca grisácea erguida para mirar como la tarde cerraba sus párpados incandescentes, juntando sus pestañas purpurinas en el mayor esplendor del cielo, multicolor abrazo de la noche y del día, magia violácea, derroche rojizo… y el pequeño guerrero se sumía en aquel ceño adulto, aquella inquietud añeja, aquel desasosiego que despertaba la sonrisa pálida de la noche.

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